Venezuela: ¡Tierra de Gracia y de Santos!

Desde hace muchos años este pueblo esperaba el maravilloso regalo de la canonización del médico de los pobres y la Madre Carmen, con una fe excepcional.

Jehison Flores | @jehisonpiña
Publicado el 18 de octubre de 2025

Escuchaba hace días decir a un obispo venezolano: «Venezuela ya no solo es tierra de Gracia, es
también tierra de santos». ¿Y cómo no alegrarnos si el Señor ha estado grande con nosotros? 

Desde hace muchos años este pueblo esperaba el maravilloso regalo de la canonización del médico de los pobres y la Madre Carmen, con una fe excepcional.

Y es que, en este terruño, Venezuela, anida una fe sencilla, humilde y silenciosa. Es una fe cálida y pegaʹ a los huesos, que no se inventa ni se cose en los bordes de este panorama que vivimos. ¡Es la fe del venezolano de a pie, de esa gente con los zapatos rotos y el alma remendada!

Esa fe que nuestros viejos hace muchísimos años nos transmitieron, sin tener por qué venir a cuento. ¡Qué tiempos aquellos! Cuando la vieja o el viejo le ponía su vaso de agua y una vela al médico de los pobres y le susurraba: «Mijito, vos sabéis cómo andamos. Hacé que no me falte la pastillita, ni el pan de mañana pa' los muchachos». No le pedía un milagro para pegarle al 5 y 6 o la lotería... Muchos de esos abuelos - como los míos cerraron sus ojos con la ilusión de ver al médico canonizado. 

¡Cuántos favores no alcanzaron aquellas piadosas almas, seguidoras de Jesucristo, que también le rezaban con devoción a la Madre Carmen, nuestra primera santa! Muchos criticarían esa fe popular, de gente humilde y sencilla que, antes de que cantara el gallo, comenzaba a trabajar con la bendición de Dios por la locha o para poder reunir un bolivita y completar la compra del día.

¡Qué vaina tan criolla y tan sencilla! Es la fe de una madre o un padre que le echa la bendición al hijo: «Dios te bendiga, mijo», y le añade: «y te favorezca», «te acompañe», y le suma una tarrajá de santos o ángeles. Es la fe que sostiene al buhonero, al que vende las empanadas, pastelitos o el del periódico, que arma su tarantín en la acera a primera hora. Es la del limpiabotas que se queda solo en su esquina, aunque
su oficio se extingue. Es la del chichero que, bajo ese sol que pica, empuja su carrito con su pote, rogando que el hielo no se le derrita antes de vender el último vaso; o el de los cepillados, pidiendo que se apacigüe ese sol tormentoso venezolano, ¡Malayo! 

Y ni se diga del profesor o la enfermera, el obrero o el portero, que van a trabajar a pie, con el estómago rugiendo, movidos por una ética y una fe que trasciende toda esta miseria material y atraso. Es la fe de quienes bajan de los cerros muy temprano y de los que salen de sus pueblos a la ciudad por un mejor futuro.

Es la fe pura del emigrante que está varado lejos de su tierra, con esa única esperanza que no se apaga: volver. Volver a darles un abrazo de esos que duelen «de lo apretados» a la vieja, a la familia, a sus chamos, y cómo no, a esos panas del alma. Es la fe del que está lejos, y que se faja día y noche sin parar, que se traga el enojo de la xenofobia y el descaro. Es el que tiene el alma guindando de un recuerdo, el que muere por regresar y cada diciembre, o cualquier día patético, se sienta frente a una videollamada y se le desborda la tristeza, la nostalgia, con ese nudo en la garganta que no lo deja ni respirar. 

Es, por tanto, la fe de la madre que despide al chamo en el aeropuerto o terminal, sabiendo que ese abrazo es un adiós que duele en el alma. Él se va con una maleta y una promesa: «Volveré, vieja». Ella se queda con un nudo en la garganta y un rosario en la mano. Y cuando el hijo llama para decir que llegó, la madre solo atina a decir: «Gracias Papá Dios, Chuchito, ¡gracias!». 

Es la fe de tantos presos políticos encarcelados y la fe del familiar que se faja y no se cansa de dar la cara de tribunal en tribunal y plazas gritando: «¡Mi familiar es inocente!». Es la fe de los hijos que esperan ver a sus padres, desconsolados. 

Es la fe y la lucha de María Corina Machado, Edmundo, Corina Yoris y muchos otros venezolanos que apuestan por un país libre y democrático, sin descanso. Es la fe y el grito de tantos venezolanos cantantes, actores, actrices, periodistas y de distintas profesiones que anhelan pisar Venezuela como en los tiempos de antaño. 

Sinceramente es la fe del niño que llora por sus padres o que con sus abuelos se ha quedado, es la fe de tantos jóvenes que aspiran un cambio. Es la fe del sembrador, el ganadero y del verdulero que van contra lluvia, trueno o relámpago, para
llevar un plato de comida a la mesa. Es la del taxista, carrito por puesto, camionetica que se detiene en mitad del trancón y reza un Padrenuestro en voz baja para que su carcachita no lo deje botado por falta de gasolina. 

Es la persona que tiene un enfermo o anciano en casa y ruega para que la luz no se vaya o que se desespera al no tener como comprar un medicamento y dar carreras sin descanso. No tener como salvar las vidas de sus familiares, cuando los médicos no dan abasto. Es la fe de la enfermera que quiere dar más y apoyar en lo necesario. 

Es la fe de los obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas que con su predicación apaciguan la desesperanza y el desespero. 

Es la fe sencilla del albañil, carpintero, locutor, babero, militar o zapatero, es la fe que huele a café con leche recién colaʹo, a pasillo de hospital público y a calle de asfalto roto, es una lágrima contenida. Es llorar a solas en la almohada y levantarse al día siguiente con la convicción absurda de que algo bueno debe venir, porque no queda más na'.

Es la última reserva de esperanza, la misma que hizo que el pueblo no perdiera el anhelo de ver a su médico de los pobres y a Madre Carmen en los altares más altos. 

Es el ritual de bendecir la comida, sabiendo que ese plato, por muy humilde que sea, es un tesoro que muchos no tienen, y que su presencia es un favor divino. Y cuando se ve a esa gente, en sus colas, en sus luchas cotidianas, de sol a sol, con esa sonrisa que es un puñal de dolor y orgullo, se entiende que su fe es en Dios, la Venezuela que se niega a morir, ¡chamo! Es una oración que no pide lo imposible, sino que suplica por la fuerza para seguir viviendo en lo insoportable. 

En definitiva, es la fe de un pueblo que se va rompiendo, pero jamás se rinde y espera un cambio.

Qué nuestros paisanos: José Gregorio Hernández y la Madre Carmen intercedan por esta tierra de gracia y de santos. ¡DIOS BENDIGA A VENEZUELA!


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