En una parroquia, un pequeño gesto de compasión se transformó en una poderosa lección sobre la atención a las necesidades de los demás.
Publicado el 25 de septiembre de 2025
Todo comenzó con una mujer de edad avanzada, cuya fe la llevaba a comulgar de rodillas, acto que para ella tenía un profundo significado.
Sin embargo, el peso de los años hacía que levantarse del suelo frío se convirtiera en una lucha silenciosa y angustiante, agravada por la ansiedad de sentir que retrasaba a los demás comulgantes.
Un día, con respeto y humildad, la mujer se acercó al párroco después de la misa. Le expuso su dificultad y le preguntó si sería posible acercar un reclinatorio cerca del presbiterio, solo para el momento de la comunión.
El sacerdote, comprendiendo al instante la dignidad de la petición, accedió de inmediato, viendo en ello una forma concreta de servir a su feligresía más vulnerable.
La primera vez, la feligresa fue la única en arrodillarse en aquel reclinatorio. Algunos miraban con curiosidad, otros con indiferencia. Al día siguiente, sin embargo, otra persona se unió a ella. Hubo domingos en los que pareció retroceder el gesto, pero no se desanimó.
Paso a paso, algo empezó a cambiar. Los feligreses de la misa diaria, aquellos que conocían de cerca las batallas calladas de la edad, comenzaron a ver en el reclinatorio no una simple comodidad, sino un símbolo de respeto y dignidad. Uno a uno, empezaron a seguirlas.
Lo que nació como una solución para una necesidad personal se reveló como una carencia compartida por muchos.
El reclinatorio, lejos de ser un obstáculo, se convirtió en un puente. Un mes después de aquella petición, el reclinatorio ya tenía un lugar permanente frente al presbiterio.
Ya no era solo el reclinatorio de esta creyente, sino un bien de la comunidad, un recordatorio tangible de que la Iglesia se construye cuando se escuchan con cuidado las necesidades sencillas de sus miembros más fieles.
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