“Acabamos de escuchar una de las frases más famosas de todo
el Evangelio: «Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Mt
22,21).
Jesús responde con esta frase irónica y genial a la provocación
de los fariseos que, por decirlo de alguna manera, querían hacerle el examen de
religión y ponerlo a prueba. Es una respuesta inmediata que el Señor da a todos
aquellos que tienen problemas de conciencia, sobre todo cuando están en juego
su conveniencia, sus riquezas, su prestigio, su poder y su fama. Y esto ha
sucedido siempre.
Evidentemente, Jesús pone el acento en la segunda parte de la
frase: «Y [dar] a Dios lo que es de Dios». Lo cual quiere decir reconocer y
creer firmemente –frente a cualquier tipo de poder– que sólo Dios es el Señor
del hombre, y no hay ningún otro. Ésta es la novedad perenne que hemos de
redescubrir cada día, superando el temor que a menudo nos atenaza ante las
sorpresas de Dios.
¡Él no tiene miedo de las novedades! Por eso, continuamente
nos sorprende, mostrándonos y llevándonos por caminos imprevistos. Nos renueva,
es decir, nos hace siempre "nuevos". Un cristiano que vive el
Evangelio es "la novedad de Dios" en la Iglesia y en el mundo. Y a
Dios le gusta mucho esta "novedad".
«Dar a Dios lo que es de Dios» significa estar dispuesto a
hacer su voluntad y dedicarle nuestra vida y colaborar con su Reino de misericordia,
de amor y de paz.
En eso reside nuestra verdadera fuerza, la levadura que
fermenta y la sal que da sabor a todo esfuerzo humano contra el pesimismo
generalizado que nos ofrece el mundo. En eso reside nuestra esperanza, porque
la esperanza en Dios no es una huida de la realidad, no es un alibi: es ponerse
manos a la obra para devolver a Dios lo que le pertenece. Por eso, el cristiano
mira a la realidad futura, a la realidad de Dios, para vivir plenamente la vida
–con los pies bien puestos en la tierra– y responder, con valentía, a los
incesantes retos nuevos.
Lo hemos visto en estos días durante el Sínodo extraordinario
de los Obispos –"sínodo" quiere decir "caminar juntos"–. Y,
de hecho, pastores y laicos de todas las partes del mundo han traído aquí a
Roma la voz de sus Iglesias particulares para ayudar a las familias de hoy a
seguir el camino del Evangelio, con la mirada fija en Jesús. Ha sido una gran
experiencia, en la que hemos vivido la sinodalidad y la colegialidad, y hemos
sentido la fuerza del Espíritu Santo que guía y renueva sin cesar a la Iglesia,
llamada, con premura, a hacerse cargo de las heridas abiertas y a devolver la
esperanza a tantas personas que la han perdido.
Por el don de este Sínodo y por el espíritu constructivo con
que todos han colaborado, con el Apóstol Pablo, «damos gracias a Dios por todos
ustedes y los tenemos presentes en nuestras oraciones» (1 Ts 1,2). Y que el
Espíritu Santo que, en estos días intensos, nos ha concedido trabajar
generosamente con verdadera libertad y humilde creatividad, acompañe ahora, en
las Iglesias de toda la tierra, el camino de preparación del Sínodo Ordinario
de los Obispos del próximo mes de octubre de 2015. Hemos sembrado y seguiremos
sembrando con paciencia y perseverancia, con la certeza de que es el Señor
quien da el crecimiento (cf. 1 Co 3,6).
En este día de la beatificación del Papa Pablo VI, me vienen
a la mente las palabras con que instituyó el Sínodo de los Obispos: «Después de
haber observado atentamente los signos de los tiempos, nos esforzamos por
adaptar los métodos de apostolado a las múltiples necesidades de nuestro tiempo
y a las nuevas condiciones de la sociedad» (Carta ap. Motu proprio Apostolica
sollicitudo).
Contemplando a este gran Papa, a este cristiano comprometido,
a este apóstol incansable, ante Dios hoy no podemos más que decir una palabra
tan sencilla como sincera e importante: Gracias. Gracias a nuestro querido y
amado Papa Pablo VI. Gracias por tu humilde y profético testimonio de amor a
Cristo y a su Iglesia.
El que fuera gran timonel del Concilio, al día siguiente de
su clausura, anotaba en su diario personal: «Quizás el Señor me ha llamado y me
ha puesto en este servicio no tanto porque yo tenga algunas aptitudes, o para
que gobierne y salve la Iglesia de sus dificultades actuales, sino para que
sufra algo por la Iglesia, y quede claro que Él, y no otros, es quien la guía y
la salva» (P. Macchi, Paolo VI nella sua parola, Brescia 2001, 120-121). En
esta humildad resplandece la grandeza del Beato Pablo VI que, en el momento en
que estaba surgiendo una sociedad secularizada y hostil, supo conducir con
sabiduría y con visión de futuro –y quizás en solitario– el timón de la barca
de Pedro sin perder nunca la alegría y la fe en el Señor.
Pablo VI supo de verdad dar a Dios lo que es de Dios
dedicando toda su vida a la «sagrada, solemne y grave tarea de continuar en el
tiempo y extender en la tierra la misión de Cristo» (Homilía en el inicio del
ministerio petrino, 30 junio 1963:AAS 55 [1963], 620), amando a la Iglesia y
guiando a la Iglesia para que sea «al mismo tiempo madre amorosa de todos los
hombres y dispensadora de salvación» (Carta enc. Ecclesiam Suam, Prólogo)".
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