Padre Luis Ugalde
El Evangelio tiene luces que
de golpe se encienden en la oscuridad e iluminan con elocuente claridad las
situaciones de nuestras vidas, sin que la distancia de los siglos disminuya su
sabiduría. Venezuela las necesita con urgencia.
“Había en una ciudad un juez que ni temía a
Dios ni respetaba a los hombres”. Así empieza la parábola o cuento que inventa
Jesús para enseñarnos el valor de la insistencia en la oración (Lucas
18,2). Aquí tenemos, no solo un juez,
sino todo un ejército servil dedicado a someter la justicia y la verdad a los
intereses del poder. Desde el gobierno acusan al coronel-juez Aponte Aponte de
delincuente y traidor a la patria. Por supuesto, él confiesa prácticas suyas y
del poder a lo largo de una década que son delitos y traición a la nación, “sin
temor a Dios ni a los hombres”. No tenemos razones para pensar que estas
confesiones sean falsas, sino todo lo contrario, ni para creer que vayan a
corregirlas quienes, acusados por él, siguen en el disfrute del poder
ilimitado.
Jesús nos presenta también
otra parábola de un hombre rico y poderoso que con sus graneros reventados de
cosecha se siente dueño ilimitado de la vida y de los bienes. No importa la
procedencia lícita o no de la cosecha, se siente poderoso y se pregunta qué voy
a hacer para disfrutarlo. Se respondió (se responde) a sí mismo: “Haré lo
siguiente, derribaré los graneros y construiré otros mayores en los cuales
meteré mi trigo y mis bienes. Después me diré: Querido amigo, tienes acumulados
muchos bienes para muchos años; descansa, come, bebe y disfruta”. (Lucas
12,16-19). Cuando se sentía así, Dios le hizo saber cuán pequeña es la
distancia entre el poder y la nada: “Pero Dios le dijo: ¡Necio, esta noche te
reclamarán la vida! Lo que has preparado ¿para quién será?” Y concluye: “Así le pasa al que acumula
tesoros para sí y no es rico a los ojos de Dios” (Luc. 12,20-21). La conciencia
es expulsada por la lujuria del poder y de la riqueza, pero reaparece en el
umbral de la muerte o de la desgracia política: Ayer ministro o gobernador y
hoy preso o sepultado; ayer empresario mimado y hoy despojado y acusado; ayer
revolucionario condecorado y hoy traidor en fuga.
La parábola ayuda a ver lo
criminal de la política sin ética, lo fugaz del poder y llama a actuar siempre
con conciencia en defensa de la verdad y de la vida del otro. Es la única
cosecha que no se pierde, ni la arrebata el enemigo.
Impresiona la lista de
nuestros “revolucionarios” prepotentes que de la noche a la mañana murieron o
cayeron en desgracia; están en el cementerio, en la cárcel, en el exilio y son
perseguidos por sus amigos y protectores de ayer: Velásquez Alvaray, Mackled,
Fernández, Carlos Escarrá, Lina Ron, Jesús Aguilarte, Danilo Anderson, Wilmer
Moreno, Aponte Aponte, Tascón…
La desmesura del poder la
vivimos y sufrimos todos los días. Los oímos proclamar que la revolución
justifica todo y no tiene límites, ni necesita argumentos ni justificaciones,
fuera de sí misma. Los vemos atropellar, interpretar y cambiar la Constitución y
las leyes a conveniencia del poder y con su dedo supremo ensalzar o anular a
las personas o acusarlas arbitrariamente. Pero en el momento menos pensado Dios
nos dice: ¡Necio, esta noche has de morir y rendir cuentas! De poco sirve
suplicar prórrogas. No somos quien para juzgar las conciencias y las
intenciones de los demás, pero sí tenemos obligación de juzgar los terribles
efectos que ha tenido la borrachera del poder revolucionario constituido en
suprema ley de sí mismo. ¡Cuántos presos, despojados y exiliados injustos.
Cuántos millones de afectados por el desgobierno, corrupción y desastres, cuya
reparación tomará años!
Llegó la noche, el plazo
para ver y padecer los efectos de promesas y decisiones insensatas y el fin
indeseado. También la hora de reconstruir la decencia, la justicia y el poder
como servicio. Pero la potencial locura del poder, con sus
arbitrariedades, atropellos y destrucción, no es patrimonio de un sólo
color político, y reconstruir a Venezuela es reconocer la noche en que estamos
metidos con los terribles efectos del poder desbocado que no se detiene ante
ninguna consideración moral.
La reconstrucción exige una
nueva primavera de la conciencia y de la responsabilidad en todos los ámbitos.
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