La
batalla clave que marcó el destino de Occidente, a los ojos de hoy
Quizás
sea más popularmente conocida la Batalla de Lepanto, librada el 7 de octubre de
1571, por haber combatido en ella el inmortal Miguel de Cervantes Saavedra,
quien a raíz de una herida sufrida perdió la movilidad de un brazo, lo que le
valió a partir de entonces su apodo de “Manco de Lepanto”.
No
caben dudas de que su obra máxima, El Quijote, representativa de los ideales
máximos de la hispanidad, síntesis del Siglo de Oro Español (¡cuando nuestras
letras no necesitaban un premio Nobel para legimitarse ante propios y
extraños!) mucho le debe a aquel combate.
No es
exagerado decir que ese 7 de octubre quedó sellado el destino de Europa y con él, el de
buena parte del mundo en los siglos sucesivos. Es que eran dos
cosmovisiones las que se enfrentaban en el combate naval del golfo de Lepanto,
frente a las costas griegas del Peloponeso. De un lado, la Liga Santa
compuesta por España, los Estados Pontificios, Venecia, Génova y Malta, que
respondiendo al pedido del Papa Pío V, y ante la vergonzosa
indiferencia de Inglaterra y Francia, reunieron 200 naves de guerra. Del otro,
los turcos, que profesaban la religión musulmana y que constituían ya un gran
imperio que no cesaba de avanzar sobre Europa y poseía el control naval en el
Mediterráneo. Contaban con una fuerza naval similar a la cristiana, pero con
muchos más hombres alistados para el combate.
La
referencia a que eran dos cosmovisiones las que se enfrentaron en Lepanto no
remite sólo al dato religioso, el cual por cierto fue quizás el elemento más
destacado de aquella jornada. La Europa que resistía la invasión otomana a
instancias del Papa era la que saliendo del Renacimiento, se aventuraría de
lleno en el Barroco (tan presente en nuestra América sobre todo el arte limeño
y mexicano) y que, tras haber elaborado una síntesis entre fe y razón, asumía la
existencia de un ámbito espiritual y uno terrenal.
Y sobre
todo era España una nación en donde tenía rol preeminente la Escuela
Salamanquina que descollaría en su teoría sobre el origen del poder, dentro de
la cual el Pueblo tendría una vital importancia. Del otro lado, asomaba, por
contraste, un teologismo ético que renegaba de la razón humana como vía apta
para conocer el bien para la persona y la sociedad, lo que podía derivar
fácilmente hacia el fundamentalismo y sistemas políticos teocráticos.
Las
tropas cristianas al mando de Juan de Austria y el italiano Andrea Doria, entre
otros, dejaron fuera de combate a los turcos musulmanes liderados por Mehmed
Siroco. Se atribuyó desde siempre el triunfo a la intercesión
de la Virgen María en su advocación de Nuestra Señora del Rosario, ello por
proceder el pontífice de la orden de los dominicos, quienes iniciaron el
tradicional rezo del Santo Rosario, y por haber puesto el destino del
continente en sus manos. Ese es el motivo por el cual cada 7 de octubre
se celebra también, además de recordar aquel combate, la Fiesta de Nuestra
Señora del Rosario.
Lepanto y los derechos humanos
Si
Lepanto salvó Europa como ámbito cultural con las características apuntadas,
cabe preguntarse si dicho concepto enfrenta hoy, acaso, nuevas incursiones enemigas
que desafíen su esencia.
Quizás
el quid de la cuestión cultural en una época agitada y conflictiva como la que
atravesamos haya sido puesta en blanco sobre negro por el Papa Benedicto XVI
quien en su discurso ante los parlamentarios alemanes reunidos en el Bundestag,
el 22 de septiembre de 2011, caracterizando a Europa como algo mucho más
complejo que lo meramente geográfico o económico, dijo: “Sobre la base de la convicción
sobre la existencia de un Dios creador, se ha desarrollado el concepto de los
derechos humanos, la idea de la igualdad de todos los hombres ante la ley, la
consciencia de la inviolabilidad de la dignidad humana de cada persona y el
reconocimiento de la responsabilidad de los hombres por su conducta”.
Estos
conocimientos de la razón constituyen nuestra memoria cultural. Ignorarla o
considerarla como mero pasado sería una amputación de nuestra cultura en su
conjunto y la privaría de su totalidad. La cultura de Europa nació del encuentro
entre Jerusalén, Atenas y Roma – del encuentro entre la fe en el Dios de
Israel, la razón filosófica de los griegos y el pensamiento jurídico de Roma.
Este triple encuentro configura la íntima identidad de Europa".
En
palabras del jurista español Rafael Navarro-Valls, Europa no es sólo un
accidente geográfico, sino más bien un concepto cultural, fruto del encuentro
sucesivo pero no excluyente de tres colinas: el Gólgota, la Acrópolis y el
Capitolio. Metáfora que nos recuerda, incluso a nosotros los hispanoamericanos, que somos
fruto, aunque en una geografía ciertamente mucho más dilatada, de la Fe
judeo-cristiana, la razón y filosofía griegas, y el derecho romano.
Ese
discurso de Benedicto XVI apunta a reforzar una idea clave: lo que hoy
conocemos como teoría de los derechos humanos o, en otras palabras, el
fundamento racional según el cual el hombre no puede ser despojado injustamente
de ciertos derechos que por naturaleza le son debidos, no surgió en otros
ámbitos culturales, como ser, el del extremo oriente, la India o África. No,
surgió y se perfeccionó, en la Europa de fines del medioevo y comienzos del
barroco. No puede ser fruto del azar, sino de una conjunción de factores.
Convendría
reflexionar sobre la legitimidad y el impacto de todo aquello que, obedeciendo
a modas circunstanciales (panteísmo,
irracionalismo, laicismo intolerante, capitalismo salvaje, etc.), socave
tales cimientos, puesto que equivaldría a cortar las raíces culturales de nuestros
pueblos.
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