Cosa de milagro - De este libro del gran escritor venezolano Eduardo Carreño (Vida anecdótica de venezolanos), me tomé la libertad de copiarles una parte de la vida anecdótica de nuestro Santo José Gregorio Hernández, siendo la primera edición de éste libro realizada en el año 1.941 y la que he tomado para ustedes es la quinta y última, la cual corresponde al año 1.978. La misma empieza así:
Publicado el 30 de marzo de 2025
…Cosa de milagro parecía que en tan diminuto cuerpo se albergase tanta sapiencia. Parecía también cosa de milagro que en él se hubiesen refundido, cerebro y corazón: un cerebro, todo luz y un corazón abierto a cuantas fuesen manifestaciones de bondad y de belleza. Llevó el nombre de José Gregorio Hernández, y ese ilustre patronímico, al discurrir del tiempo, es hoy símbolo de toda exactitud, de todo desinterés, y de toda grandeza.
La infancia apacible de Hernández discurrió en Isnotú,
aldea perdida en las estribaciones de los Andes, y, llegaba la juventud,
trasladóce a esta ciudad con el propósito de cursar las materias del
bachillerato en el “Colegio Villegas”. Amante de la equidad y de la justicia,
quiso en sus comienzos abrazar la carrera del Derecho; más su progenitor lo
disuadió para que estudiase la Medicina, en la cual descolló con extraordinario
relieve. La Universidad Central de Venezuela confirióle el grado de Doctor, el
día 29 de junio de 1888.
Santo José Gregorio Hernández foto tomada en la ciudad de Paris en el año 1889 realizando su posgrado.
Durante 30 años, el doctor José Gregorio Hernández desempeñó la carrera de Histología y Fisiología Experimental en la Universidad de Caracas. Fue predilecto discípulo de Matías Duval, el fundador de los estudios embriológicos en Francia, lo cual tuvo por excelso título.
Le cupo a Hernández en suerte y en gloria el haber
incluido el microscopio y la enseñanza de su manejo a sus alumnos, así como su
importancia y además fue quien hizo conocer la teoría celular de Virchow, la
estructura misma de la célula y los procesos embriológicos; el que calculó la
cantidad de glóbulos sanguíneos; el que coloreó los microbios; el que realizó
las primeras vivisecciones, y, en suma, el que modernizó la medicina entre
nosotros. Dejó múltiples trabajos de carácter científico, entre otros, los
Elementos de Filosofía, en los que llegó a esta conclusión: “Todo es Uno”.
Además, era aficionado a la música. La sala donde
residía recibía a su numerosa clientela tuvo por solo adorno, y era un
crucifijo; y ante de las horas de consulta, solían oírse en la quietud del
ambiente las notas de un vals de salón o un trozo de música mística, por
Hernández interpretado, en el violín o el piano.
No ignoró, por de contado, que en la opulencia de
nuestro léxico existe una palabra: filiatría, la cual le vino de molde, pues
ninguno ejerció con él, entre nosotros, la medicina desinteresada. El único
interés que mostró fue el de curar al enfermo.
Se refiere de Guillermo Delgado Palacios, el eminente
biólogo, que cuando no atinaba a dar con la traducción fiel de un término,
decía a sus discípulos: “—Cópienlo--“(mientras él lo escribía). Y pregúntenle
al doctor Hernández cómo se pronuncia: yo no hago sino traducir, valiéndome de
un diccionario.” Y no sólo sabía Hernández el alemán, sino el inglés, el francés,
el italiano, el griego y el latín. Además, era un matemático de hondos
conocimiento.
A su regreso a Europa, después de concluido los
estudios brillantemente, el doctor Francisco
Antonio Rísquez tuvo para Hernández esta frase feliz:
“Es un sabio casi niño”. Y eso fue siempre un sabio que conservó el candor de
la niñez y en el tumulto de la vida, un niño con experiencia de anciano.
Debido al esfuerzo generoso de Hernández, se inició
aquí un auténtico periodo de reforma de la
Medicina. Fue un renacimiento. El memoratísimo doctor
Elías Rodríguez, para entonces Rector de la Universidad Central, puso Hernández
en posición de la Cátedra de Histología Normal y Patológica, Fisiológica
Experimental y Bacteriología. Asistió puntualmente a las clases, sin faltar a
ninguna de ellas; fructificó en la juventud la próvida semilla que hubo de
esparcir a manos llenas; compuso un texto de Embriología, que no llegó a
publica; solo se conocen fragmentos. “Podemos afirmar” dijo: “Que la luz que la
Bacteriología proyecta hacia la Medicina, es de tal intensidad, que a causa de
ella sola se ha progresado más en estos últimos años, de lo que había
adelantado en los muchos años, de lo que había adelantado en los muchos siglos
que se cuentan de Medicina científica.”
Se le reconocía a Hernández con el nombre dignificador
de “El médico de los pobres”. En el ejercicio profesional, para él no hubo
distinción de clases. El rico y el pobre eran iguales: los atendía con el mismo
esmero y con la misma eficacia; porque, a fuero de profundo filósofo, bien se
le alcanzaba que a todos llegaría, tarde o temprano la nivelación de la muerte.
La solicitud suya era inagotable: a ninguno escatimó
el tesoro de su ciencia; y allá, en lo más secreto de su alma, como en jardín
que regasen cristalinas lágrimas, vio florecer la caridad como lirio
esplendoroso. Fue siempre justo, en medio de las hermanas injusticias.
Cansado del mundanal rebullicio y obedeciendo a
irresistible vocación, resolvió un día meterse a monje. Se fue a Italia, donde
ingresó en la Cartuja de la Farneta. Allí, los hijos de San Bruno, con gran
sabiduría, han logrado erigir altares al Silencio. Trocó su ilustre nombre de
José Gregorio Hernández por el nombre oscuro de Hermano Marcelo. Mal podía su
débil complexión corpórea soportar la rudeza de los trabajos materiales y se
vió por ello compelido a volver a la patria para seguirle prestando servicios
de enorme entidad. Antes del retorno, le impuso como penitencia el Superior de
la Orden que vistiese a la última moda: la cumplió cabalmente, con toda
sumisión; sonreía él, con seráfica beatitud, cuando a su vez se reían los otros
a costa suyo y le miraban, no sin irónica extrañeza; vestido como cualquier
mirliflor o petimetre.
El doctor José Gregorio Hernández, a pesar de su
mansedumbre, fue un hombre de carácter integérrimo, de lo cual dio testimonio
más de una vez. En unos exámenes de Bacteriología, aplazó a un estudiante,
quien lo amenazó con el bastón que portaba.
Hernández sin sobresalto alguno, le dijo:
- Puede usted proceder como a bien tenga; me haré el cargo de que me pasó una carreta por encima.
¡Todo un trágico vaticinio! No una vulgar carreta, sino un raudo automóvil dio al traste con la meritísima existencia del doctor José Gregorio Hernández, el día 29 de junio de 1919.
Su muerte sumió a Caracas, que lo quería como hijo preclaro, en consternación y unánime duelo…
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