El Papa Francisco clausura el Año de la Fe



Junto al Santo Padre se encontraban los cardenales, patriarcas y arzobispos mayores de las Iglesias Orientales Católicas, los arzobispos y obispos, según dijo el Servicio de Información del Vaticano, VIS.

Ramón Antonio Pérez
@GuardianCatolic

Ciudad del Vaticano, 24 de noviembre 2013 (VIS) 

La mañana de este domingo, solemnidad de Jesucristo Rey del Universo, el Santo Padre Francisco presidió en la Plaza de San Pedro la misa con ocasión de la clausura del Año de la Fe, que inauguró el Papa Benedicto XVI el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II.

Al lado del altar se han expuesto las reliquias del apóstol Pedro, contenidas en un cofre de bronce, donde está escrito “Ex ossibus quae in Arcibasilicae Vaticane Hypogeo inventa Beati Petri Apostoli esse putantur” (De los huesos encontrados en el hipogeo de la basílica vaticana que se cree son del bienaventurado apóstol Pedro).

Antes de la misa tuvo lugar una colecta destinada a la población de las Filipinas, recientemente afectadas por el tifón Haiyan. Y al final de la celebración, el Santo Padre ha entregado su Exhortación apostólica “Evangelium gaudium” a 36 representantes del Pueblo de Dios, procedentes de 18 países: un obispo, un sacerdote y un diácono elegidos entre los más jóvenes que han sido ordenados; religiosos y religiosas, algunos representantes de cada acontecimiento de este Año de la Fe, confirmados, un seminarista y una novicia, una familia, catequistas, un invidente (que ha recibido del Papa el documento en CD-rom, para poder escucharlo), jóvenes, representantes de las cofradías, movimientos, dos artistas y dos representantes de los medios de comunicación.

A continuación se publica el texto integral de la homilía que el Papa Francisco ha pronunciado después de la proclamación del Evangelio.

“La solemnidad de Cristo Rey del Universo, coronación del año litúrgico, señala también la conclusión del Año de la Fe, convocado por el Papa Benedicto XVI, a quien recordamos ahora con afecto y reconocimiento por este don que nos ha dado. Con esa iniciativa providencial, nos ha dado la oportunidad de descubrir la belleza de ese camino de fe que comenzó el día de nuestro bautismo, que nos ha hecho hijos de Dios y hermanos en la Iglesia. Un camino que tiene como meta final el encuentro pleno con Dios, y en el que el Espíritu Santo nos purifica, eleva, santifica, para introducirnos en la felicidad que anhela nuestro corazón.

Dirijo también un saludo cordial y fraterno a los Patriarcas y Arzobispos Mayores de las Iglesias orientales católicas, aquí presentes. El saludo de paz que nos intercambiaremos quiere expresar sobre todo el reconocimiento del Obispo de Roma a estas Comunidades, que han confesado el nombre de Cristo con una fidelidad ejemplar, pagando con frecuencia un alto precio.

Del mismo modo, y por su medio, deseo dirigirme a todos los cristianos que viven en Tierra Santa, en Siria y en todo el Oriente, para que todos obtengan el don de la paz y la concordia.

Las lecturas bíblicas que se han proclamado tienen como hilo conductor la centralidad de Cristo. Cristo está en el centro, Cristo es el centro. Cristo centro de la creación, del pueblo y de la historia.

El apóstol Pablo, en la segunda lectura, tomada de la carta a los Colosenses, nos ofrece una visión muy profunda de la centralidad de Jesús. Nos lo presenta como el Primogénito de toda la creación: en él, por medio de él y en vista de él fueron creadas todas las cosas. Él es el centro de todo, es el principio: Jesucristo, el Señor. Dios le ha dado la plenitud, la totalidad, para que en él todas las cosas sean reconciliadas (cf. 1,12-20). Señor de la creación, Señor de la reconciliación.

Esta imagen nos ayuda a entender que Jesús es el centro de la creación; y así la actitud que se pide al creyente, que quiere ser tal, es la de reconocer y acoger en la vida esta centralidad de Jesucristo, en los pensamientos, las palabras y las obras. Y así nuestros pensamientos serán pensamientos cristianos, pensamientos de Cristo. Nuestras obras serán obras cristianas, obras de Cristo, nuestras palabras serán palabras cristianas, palabras de Cristo. En cambio, La pérdida de este centro, al sustituirlo por otra cosa cualquiera, solo provoca daños, tanto para el ambiente que nos rodea como para el hombre mismo.

Además de ser centro de la creación y centro de la reconciliación, Cristo es centro del pueblo de Dios. Y precisamente hoy está aquí, en el centro. Ahora está aquí en la Palabra, y estará aquí en el altar, vivo, presente, en medio de nosotros, su pueblo. Nos lo muestra la primera lectura, en la que se habla del día en que las tribus de Israel se acercaron a David y ante el Señor lo ungieron rey sobre todo Israel. En la búsqueda de la figura ideal del rey, estos hombres buscaban a Dios mismo: un Dios que fuera cercano, que aceptara acompañar al hombre en su camino, que se hiciese hermano suyo.

Cristo, descendiente del rey David, es precisamente el "hermano" alrededor del cual se constituye el pueblo, que cuida de su pueblo, de todos nosotros, a precio de su vida. En él somos uno; un único pueblo unido a él, compartimos un solo camino, un solo destino. Sólo en él, en él como centro, encontramos la identidad como pueblo.

Y, por último, Cristo es el centro de la historia de la humanidad, y también el centro de la historia de todo hombre. A él podemos referir las alegrías y las esperanzas, las tristezas y las angustias que entretejen nuestra vida. Cuando Jesús es el centro, incluso los momentos más oscuros de nuestra existencia se iluminan, y nos da esperanza, como le sucedió al buen ladrón en el Evangelio de hoy.

Mientras todos se dirigen a Jesús con desprecio -"Si tú eres el Cristo, el Mesías Rey, sálvate a ti mismo bajando de la cruz"- aquel hombre, que se ha equivocado en la vida pero se arrepiente, al final se agarra a Jesús crucificado implorando: "Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Y Jesús le promete: "Hoy estarás conmigo en el paraíso": su Reino. Jesús sólo pronuncia la palabra del perdón, no la de la condena; y cuando el hombre encuentra el valor de pedir este perdón, el Señor no deja de atender una petición como esa. Hoy todos podemos pensar en nuestra historia, nuestro camino. Cada uno de nosotros tiene su historia; cada uno tiene también sus equivocaciones, sus pecados, sus momentos felices y sus momentos tristes. En este día, nos vendrá bien pensar en nuestra historia, y mirar a Jesús, y desde el corazón repetirle a menudo, pero con el corazón, en silencio, cada uno de nosotros: "Acuérdate de mí, Señor, ahora que estás en tu Reino. Jesús, acuérdate de mí, porque yo quiero ser bueno, quiero ser buena, pero me falta la fuerza, no puedo: soy pecador, soy pecadora. Pero, acuérdate de mí, Jesús. Tú puedes acordarte de mí porque tú estás en el centro, tú estás precisamente en tu Reino." ¡Qué bien! Hagámoslo hoy todos, cada uno en su corazón, muchas veces. "Acuérdate de mí, Señor, tú que estás en el centro, tú que estás en tu Reino".


La promesa de Jesús al buen ladrón nos da una gran esperanza: nos dice que la gracia de Dios es siempre más abundante que la plegaria que la ha pedido. El Señor siempre da más, es tan generoso, da siempre más de lo que se le pide: le pides que se acuerde de ti y te lleva a su Reino. Jesús es el centro de nuestros deseos de gozo y salvación. Vayamos todos juntos por este camino”.

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