“Un teólogo que no acepta ya integralmente la doctrina de la Iglesia,
¿tiene todavía el derecho de enseñar en nombre de la Iglesia?
¿Puede él mismo seguir queriendo enseñar, si algunos
dogmas de la Iglesia están en contraste con sus convicciones personales?”, preguntó el papa polaco tras la suspensión
de Hans Küng en 1979
Ramón
Antonio Pérez // @GuardianCatolic
Caracas, 8 de abril 2021
Las reacciones en Venezuela han sido muy pocas y difíciles de encontrar. Los más enterados prefieren comentar su muerte en forma privada antes que enarbolar su sentir públicamente. De sus más prestigiosos colegas venezolanos solo se encuentran dos o tres muestras de pesar y pocas notas en las redes sociales.
Optaron por reenviar artículos y no exponer las razones de su “duelo” ante la muerte de “uno de los teólogos heterodoxos más conocidos”. Es como si su fuente de formación se hubiese secado y ahora no tiene sentido ser parte de los errores sancionados. ¿O sí?
Hans Küng nació en Sursee (Suiza) el 19 de marzo de 1928.
Fue ordenado sacerdote a los 26 años en 1954; y desde los 32 años fue profesor
de teología en Tubinga, Alemania. Fue un referente en seminarios y escuelas de
formación religiosa. Tristemente, la muerte lo encontró en su casa, 6 de abril de 2021, a
la edad de 93 años.
Contrario al duelo
silencioso de Venezuela, no ocurre lo mismo en Europa y otras regiones del
mundo, -al menos a nivel de medios digitales- donde sí se generaron diversas reacciones
entre sacerdotes católicos, teólogos e intelectuales de otras religiones.
“Recuerdo un
letrero que colocó detrás de su escritorio en Tubinga. Estaba escrito en
alemán: ‘¿Te gustaría ser Papa?’. Respuesta de (Hans) Küng: ‘No, porque de lo
contrario ya no sería infalible’. Esto también deja claro que su desafío fue
sobre todo hacia una manera de interpretar estáticamente la infalibilidad del
Papa”, dice monseñor Bruno Forte, arzobispo de Chieti-Vasto y teólogo italiano,
según declaró a Vatican
Insider.
“¿Infalible? Un Interrogante”
Con todo, no deja
de salir a flote que el papa Juan Pablo II, en mayo de 1980, tras evaluación
hecha al teólogo por la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, dirigió
una carta a la Conferencia Episcopal de Alemania, en la que trata el “difícil
problema” en que se convirtieron “ciertas afirmaciones teológicas” de Hans Küng.
“Respecto a la
misión de enseñar del profesor Küng, se deben plantear las siguientes
preguntas: Un teólogo que no acepta ya integralmente la doctrina de la Iglesia,
¿tiene todavía el derecho de enseñar en nombre de la Iglesia y en base a una
misión especial recibida de ella? ¿Puede él mismo seguir queriendo enseñar, si
algunos dogmas de la Iglesia están en contraste con sus convicciones
personales?”, se preguntó el Papa polaco.
Tras la
publicación de “¿Infalible? Un
Interrogante” (Buenos Aires, 1971), sus ideas le ganaron más
desaprobaciones dentro de la Iglesia que ya lo analizaba desde 1967. Fue suspendido
en 1979, cuando la Congregación para la Doctrina de la Fe, falló: “ha
faltado a la integridad de la verdad de la fe católica y, por tanto, que no
puede ser considerado como teólogo católico y que no puede ejercer como tal el
oficio de enseñar”.
Posiblemente desde
entonces no está en los contenidos oficiales para las enseñanzas en los seminarios
católicos, aunque sí haya sido “recomendado” para conocer sus “erróneas objeciones”
a las verdades, dogmas de la iglesia y otras enseñanzas. Como para prevenir.
Es que además de la
Infalibilidad
ex cátedra, Hans Küng criticó de la Iglesia Universal la
negativa al sacerdocio femenino, sus renuncias a la eutanasia y la contracepción
entre otros temas, hoy defendidos por un sector de la iglesia alemana contraria
al Vaticano.
Küng cuestionó más allá de la “infalibilidad papal”
De manera que, en
una parte de las nuevas generaciones de creyentes, despierta el interés de
conocer las razones que tuvo la Iglesia para tomar la decisión de suspenderlo
de toda enseñanza oficial. Para sus “seguidores”, cuestionar la “infalibilidad
papal”, es central; por eso, primero la cubrieron de teología de la liberación
y luego, refleja una posición acomodada desde el relativismo...
La moral y dignidad
humana son inquietantes en la vida y práctica de este prominente intelectual. En “el año 2013 se planteó acabar con su
vida por medio del suicidio asistido debido que padecía Parkinson, aunque
finalmente desechó la idea”, reseña Infocatólica. Y en marzo de 2016 “volvió
a proponer un debate sobre el dogma de la infalibilidad papal en una carta dirigida
al papa Francisco”, dice el portal.
Miguel Pastorino precisa en
Aleteia que con los años Küng ha asumido en profundidad tesis teológicas protestantes, profundizando en
temas polémicos de la doctrina católica: celibato obligatorio, ordenación
sacerdotal de mujeres, y la democracia en la Iglesia.
“Popularmente ha aparecido durante décadas como el antagonista de Ratzinger, con quien ha sido muy crítico, especialmente durante el pontificado de Juan Pablo II”, escribe.
Considera que entre Ratzinger y Küng hubo siempre una mutua valoración de la
solidez intelectual de cada uno, pero en cuestiones eclesiológicas estaban cada
vez más lejos uno del otro, indica. “Sus
visiones sobre la Iglesia se volvieron antagónicas”, dice.
Son muchas las
posturas a favor y en contra del teólogo suizo dentro de un espectro muy ancho
de tendencias, algunos tan cercanos a él que siguieron enseñándolo a pesar de
la suspensión y otros tan distantes que no lo consideran católico. Esta vez, se
desea conocer el documento firmado por san
Juan Pablo II, tal vez, muy poco conocido:
***************************
Venerables y queridos hermanos en el Episcopado:
1. La amplia
documentación que habéis publicado en relación con ciertas afirmaciones
teológicas del profesor Hans Küng, testimonia cuánta atención y buena voluntad
habéis puesto en aclarar este importante y difícil problema. También las
publicaciones más recientes, tanto la Carta pastoral leída en las iglesias el
13 de enero de 1980, como la detallada explicación ("Erklärung"),
publicada al mismo tiempo, manifiestan vuestra responsabilidad pastoral y
magisterial, de acuerdo con vuestro ministerio y vuestra misión episcopal.
Deseo, en espera de la
cercana fiesta de Pentecostés, confirmaros en vuestra misión de Pastores en el
Espíritu del amor y de la verdad divina, y daros las gracias también por todos
los esfuerzos realizados ya, desde hace años, respecto a dicho problema, en
colaboración con la Sede Apostólica, particularmente con la Sagrada
Congregación para la Doctrina de la Fe, cuya función —siempre esencial para la
vida de la Iglesia— parece estar en nuestros tiempos particularmente cargada de
responsabilidad y dificultad. El "Motu proprio" Integrae servandae, que ya durante el Concilio Vaticano II precisó
las tareas y el procedimiento de la referida Congregación, subraya la necesidad
de colaboración con el Episcopado, y esto corresponde exactamente al principio
de colegialidad que volvió a recalcar el mismo Concilio. Esta colaboración, en
el caso en cuestión, se ha practicado de manera particularmente intensa. Hay muchas razones por las que la Iglesia
de nuestro tiempo debe mostrarse más que nunca Iglesia de consciente y efectiva
colegialidad entre sus obispos y Pastores. En esta Iglesia puede
verificarse también más plenamente lo que San Ireneo dijo a propósito de la
Sede Romana de Pedro, señalándola como el centro de la comunidad eclesial, que
debe unir y unificar a cada una de las Iglesias locales y a todos los fieles
(cf. Adversus haereses: PG 7, 848).
Igualmente la Iglesia
contemporánea debe ser —más que nunca— Iglesia de auténtico diálogo, como Pablo
VI expuso en la Encíclica programática del comienzo de su pontificado, Ecclesiam suam. El intercambio que este
diálogo comporta debe conducir al encuentro en la verdad y en la justicia. En
el diálogo la Iglesia trata de comprender mejor al hombre y, con el hombre,
también su propia misión. En el diálogo la Iglesia aporta el conocimiento y la
verdad que le han sido comunicadas en la fe. Por eso no contradice a la esencia
de este diálogo el que la Iglesia no sea en él la que solamente busca y recibe,
sino la que también da en base a una certeza, que en este coloquio se aumenta y
se hace todavía más profunda, pero que nunca se puede eliminar. Al contrario:
estaría en contraste con la esencia del diálogo el que la Iglesia quisiera
suspender, durante el mismo, su convicción y renunciar al conocimiento que ya
le ha sido dado. Además, ese diálogo que
los obispos entablan con un teólogo, que enseña la fe de la Iglesia en nombre
de la misma Iglesia y por encargo de ella, tiene un carácter particular, pues
supone presupuestos distintos del diálogo que se tiene con hombres de
convicciones diversas, en la búsqueda común de un espacio de entendimiento.
Aquí antes que nada hay que esclarecer si
el que enseña por encargo de la Iglesia responde de hecho y quiere responder
todavía a este encargo.
Respecto a la misión de
enseñar del profesor Küng, se deben plantear las siguientes preguntas: Un
teólogo que no acepta ya integralmente la doctrina de la Iglesia, ¿tiene
todavía el derecho de enseñar en nombre de la Iglesia y en base a una misión
especial recibida de ella? ¿Puede él mismo seguir queriendo enseñar, si algunos
dogmas de la Iglesia están en contraste con sus convicciones personales? Y
además, ¿puede la Iglesia —en este caso la autoridad competente— continuar
obligando al teólogo, en tales circunstancias, a hacerlo a pesar de todo?
La decisión de la
Congregación para la Doctrina de la Fe, tomada de común acuerdo con la
Conferencia Episcopal Alemana, es el resultado de la respuesta honesta y
responsable a las preguntas anteriores. En la base de estas preguntas y de la
respuesta concreta, se halla un derecho fundamental de la persona humana, esto
es, el derecho a la verdad que debía ser protegido y defendido.
Ciertamente, el
profesor Küng ha declarado con insistencia que quiere ser y permanecer siendo
un teólogo católico. Pero en sus obras manifiesta claramente que no considera
algunas doctrinas auténticas de la Iglesia como definitivamente decisivas y
vinculantes para él y para su teología; y con esto, debido a sus
convicciones personales, no está ya en disposición de trabajar en el sentido de
la misión que había recibido del obispo en nombre de la Iglesia.
El teólogo católico,
como todo científico, tiene derecho al libre análisis e investigación en su
propio campo: obviamente, de la manera que corresponde, a la naturaleza misma
de la teología católica. Pero, cuando se trata de comunicar oralmente o por
escrito los resultados de las propias investigaciones y reflexiones, es
necesario respetar ante todo el principio formulado por el primer Sínodo de los
Obispos en 1967 con la expresión "paedagogia
fidei".
Puede ser conveniente y
justo poner de relieve los derechos del teólogo; pero es necesario, al mismo
tiempo, tener también debidamente en cuenta sus particulares responsabilidades.
Igualmente no se debe olvidar ni el derecho ni el deber del Magisterio para
decidir lo que está conforme, o no, con la fe y la moral de la Iglesia. La
verificación, la aprobación o el rechazo de una doctrina, pertenece a la misión
profética de la Iglesia.
2. Algunas cuestiones y
aspectos, ligados a la discusión con el profesor Küng, son de carácter
fundamental y de mayor transcendencia para el período actual de la reforma
postconciliar. Quisiera tratar de ellos, a continuación, un poco más
ampliamente.
En la generación a la
que pertenecemos, la Iglesia ha hecho esfuerzos enormes para comprender mejor
su naturaleza y la misión que le ha confiado Cristo en relación con el hombre y
el mundo, especialmente el mundo contemporáneo. Lo ha hecho mediante el
servicio histórico del Concilio Vaticano II. Creemos que Cristo estuvo presente
en la asamblea de los obispos, que obró en ellos por medio del Espíritu Santo,
prometido a los Apóstoles la víspera de su pasión, cuando habló del
"Espíritu de verdad" que les enseñaría toda la verdad y les
recordaría todo lo que habían oído del mismo Cristo (cf. Jn 14, 17. 26). Del
trabajo del Concilio nació el programa de la renovación interna de la Iglesia,
programa amplio y valiente, unido a una profunda conciencia de la verdadera
misión de la Iglesia que, por su naturaleza, es misionera.
A pesar de que el
período postconciliar no esté libre de dificultades (como ya sucedió otras
veces en el pasado de la Iglesia), creemos que en él está presente Cristo, el
mismo Cristo que también hacía experimentar, a veces, a los Apóstoles en el
lago, borrascas que parecían llevar al naufragio. Después de la pesca nocturna,
durante la cual no habían pescado nada, Él transformó este fracaso en una
inesperada pesca abundante, cuando echaron las redes en el nombre del Señor
(cf. Lc 5, 4-5). Si la Iglesia quiere
corresponder a su misión en esta etapa de su historia, indudablemente difícil y
decisiva, sólo puede hacerlo poniéndose a la escucha de la Palabra de Dios,
esto es, obedeciendo a la "palabra del Espíritu", tal como ha llegado
a la Iglesia mediante la Tradición y, directamente, a través del Magisterio en
el último Concilio.
Para poder realizar
este trabajo —arduo y "humanamente" muy difícil— es necesaria una
fidelidad particular a Cristo y a su Evangelio, porque sólo Él es "el
camino". Por lo tanto, sólo manteniendo la fidelidad a los signos
establecidos, conservando la continuidad del camino seguido por la Iglesia
desde hace dos mil años, podemos estar ciertos de que nos sustentará esa fuerza
de lo alto, que Cristo mismo prometió a los Apóstoles y a la Iglesia como
prueba de su presencia "hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20).
Si hay, pues, algo
esencial y fundamental en la etapa actual del servicio de la Iglesia, es la
orientación particular de las almas y de los corazones hacia la plenitud del
misterio de Cristo, Redentor del hombre y del mundo y, al mismo tiempo, la
fidelidad a esa imagen de la naturaleza y de la misión de la Iglesia, tal como,
después de tantas experiencias históricas, ha sido presentada por el Concilio
Vaticano II. Según la doctrina expresa del mismo Concilio, "toda
renovación de la Iglesia consiste esencialmente en el aumento de la fidelidad a
su vocación" (Unitatis redintegratio 6). Toda tentativa de sustituir la imagen de la Iglesia que proviene de su
naturaleza y su misión, por otra, nos alejaría inevitablemente de las fuentes
de la luz y de la fuerza del Espíritu, del que hoy especialmente tenemos gran
necesidad. No debemos hacernos ilusiones de que otro modelo de Iglesia —más
"laicizado"— podría responder de modo más adecuado a las exigencias
de una presencia mayor de la iglesia en el mundo y de una mayor sensibilidad
por los problemas del nombre. Esto sólo puede hacerlo una Iglesia profundamente
arraigada en Cristo, en las fuentes de su fe, esperanza y caridad.
La Iglesia debe ser,
además, muy humilde y al mismo tiempo debe estar segura de permanecer en la
misma verdad, en la misma doctrina de fe y moral que ha recibido de Cristo, que
en esta esfera la ha dotado con el don de una "infalibilidad"
específica. El Vaticano II ha heredado del Concilio Vaticano I la doctrina de
la Tradición a este respecto, y la ha confirmado y presentado en un contexto
más amplio, esto es, en el contexto de la misión de la Iglesia, que tiene
carácter profético, gracias a la participación en la misión profética de Cristo
mismo. En este contexto y en estrecha vinculación con el "sentido de
fe", del que participan todos los fieles, esa "infalibilidad"
tiene carácter de don y de servicio.
Si alguno la entiende
de otra manera, se aparta de la auténtica concepción de la fe y, quizá
inconscientemente, pero de modo real, separa a la Iglesia de Aquel que, como
Esposo, la ha "amado" y se ha entregado a Sí mismo por ella. Dotando
Cristo a la Iglesia de todo lo que es indispensable para cumplir la misión que
le ha confiado, ¿podía acaso privarla del don de la certeza de la verdad
profesada y proclamada? ¿Acaso podía privar de este don sobre todo a los que,
después de Pedro y los Apóstoles, heredan una particular responsabilidad
pastoral y magisterial en relación con toda la comunidad de los creyentes?
Precisamente porque el
hombre es falible, Cristo —queriendo conservar a la Iglesia en la verdad— no
podía dejar a sus Pastores, obispos y ante todo a Pedro y a sus sucesores, sin
ese don con el que asegura la infalibilidad en la enseñanza de las verdades de
la fe y de los principios de la moral.
Profesamos, pues, la infalibilidad, que es un don de Cristo
dado a la Iglesia. Y no podemos menos de profesarla, si creemos en el amor con
que Cristo amó a su Iglesia y la ama incesantemente.
Creemos en la
infalibilidad de la Iglesia, no en razón de un hombre cualquiera, sino en razón
del mismo Cristo. Efectivamente, estamos convencidos de que también para aquel
que participa de modo especial en la infalibilidad de la Iglesia, ella es
esencial y exclusivamente una condición del servicio que debe ejercitar en esta
Iglesia. En efecto, en ninguna parte, y mucho menos en la Iglesia, el
"poder" puede ser entendido y ejercitado sino como servicio. El
ejemplo del Maestro es aquí decisivo.
En cambio, debemos
sentirnos profundamente preocupados si en la Iglesia misma se pone en duda la
fe en este don de Cristo. En tal caso, se cortarían de una vez las raíces de
las que brota la certeza de la verdad que ella profesa y proclama. Aunque la
verdad sobre la infalibilidad pueda parecer justamente una verdad menos central
y de orden menor en la jerarquía de las verdades reveladas por Dios y profesadas
por la Iglesia, sin embargo es, en cierto modo, la clave para la misma certeza
de profesar y proclamar la fe, así como la clave para la vida y el
comportamiento de los creyentes. Debilitando o destruyendo esta base
fundamental, comienzan a derrumbarse también enseguida las verdades más
elementales de nuestra fe.
Se trata, pues, de un
problema importante en la actual etapa postconciliar. Efectivamente, cuando la
Iglesia debe emprender la obra de renovación, es necesario que tenga una
particular certeza de la fe para que, renovándose, según la doctrina del
Concilio Vaticano II, permanezca en la misma verdad que ha recibido de Cristo.
Sólo así la Iglesia puede estar segura de que Cristo está presente en su barca
y la dirige firmemente aun entre las borrascas más amenazadoras.
3. Cualquiera que
participe en la historia de nuestro siglo y no sea extraño a las diversas
pruebas que la Iglesia vive interiormente, en el arco de estos primeros años
postconciliares, es consciente de esas tempestades. La Iglesia, que debe
hacerles frente, no puede estar afectada por incertidumbres en la fe y por
relativismo en la verdad y la moral. Sólo una Iglesia profundamente consolidada
en su fe puede ser Iglesia de diálogo auténtico. Efectivamente, el diálogo
exige una madurez particular en la verdad profesada y proclamada. Sólo una
madurez así, esto es, la certeza de la fe, está en condiciones de oponerse a
las negaciones radicales de nuestro tiempo, incluso cuando se sirven de los
diversos medios de propaganda y de presión. Sólo esta fe madura puede
convertirse en un abogado eficaz de la verdadera libertad religiosa, de la
libertad de conciencia y de todos los derechos del hombre.
El programa del
Concilio Vaticano II es valiente; por esto requiere en su realización una
seguridad especial en el Espíritu Santo que ha hablado (cf. Ap 2, 7), y exige
una confianza fundamental en la fuerza de Cristo. Esta seguridad y esta
confianza, de acuerdo con nuestro tiempo, deben ser tan grandes como eran las
de los Apóstoles, que después de la Ascensión de Jesús, "perseveraban
unánimes en la oración... con María" (Act 1, 14), en el Cenáculo de Jerusalén.
Indudablemente, esta
confianza en la fuerza de Cristo es también una exigencia que nace de la obra
ecuménica de la unión de los cristianos, emprendida por el Concilio Vaticano
II, si la entendemos tal como la presenta el Decreto conciliar Unitatis redintegratio.
Es significativo que este documento no hable de "compromiso", sino de
encuentro en una plenitud cada vez más madura de la verdad cristiana: "La
manera y el sistema de exponer la fe católica no debe convertirse, de modo
alguno, en obstáculo para el diálogo con los hermanos. Es de todo punto
necesario que se exponga claramente toda la doctrina. Nada es tan ajeno al
ecumenismo como ese falso irenismo, que daña a la pureza de la doctrina
católica y oscurece su genuino y definido sentido" (núm. 11; cf. núm. 4),
Así, pues, desde el punto de vista ecuménico de la unión de
los cristianos, no se puede, en modo alguno, pretender que la Iglesia renuncie
a ciertas verdades que ella profesa. Esto estaría en contradicción con el camino
que el Concilio ha indicado. Si el mismo Concilio, para lograr ese fin, afirma
que "la fe católica debe ser explicada con más profundidad y
exactitud", indica aquí también la tarea de los teólogos. Es
muy significativo ese texto del Decreto Unitatis redintegratio, en el que,
tratando directamente de los teólogos católicos, subraya que «al investigar con
los hermanos separados sobre los divinos misterios, deben permanecer fieles a
la doctrina de la Iglesia"» (núm. 11).
Anteriormente he
aludido ya a la "jerarquía" o al orden de las verdades de la doctrina
católica, que han de tener en cuenta los teólogos, especialmente, "al
comparar las doctrinas". El Concilio evoca esta jerarquía, dado que
"es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe
cristiana" (ib.).
De este modo el
ecumenismo, esa gran herencia del Concilio, puede convertirse en una realidad
cada vez más madura, pero sólo por el camino de un gran esfuerzo de la Iglesia,
animado por la certeza de la fe y por una confianza en la fuerza de Cristo, en
las que se han distinguido, desde el principio, los precursores de esta obra.
4. Venerables y
queridos hermanos de la Conferencia Episcopal Alemana:
Sólo se puede amar a
Cristo cuando se ama a los hermanos: a todos y a cada uno en particular. Por
eso, también esta Carta que os escribo en relación con las recientes
vicisitudes en torno al profesor Hans Küng está dictada por el amor hacia este
hermano nuestro.
Deseo repetirle una vez
más lo que ya se le expresó en otra circunstancia: continuamos abrigando la
esperanza de que se pueda llegar a ese encuentro en la verdad proclamada y
profesada por la Iglesia, de que él pueda ser llamado de nuevo "teólogo
católico". Esta calificación presupone necesariamente la auténtica fe de
la Iglesia y la disponibilidad de servir a su misión de la manera claramente
definida y verificada durante los siglos.
El amor exige que
nosotros busquemos el encuentro con cada hombre en la verdad. Por esto, no
cesamos de rogar a Dios por este encuentro, especialmente cuando se trata del
encuentro con un hombre hermano nuestro, que como teólogo católico —tal querría
ser y permanecer— debe compartir con nosotros una particular responsabilidad
respecto a la verdad profesada y proclamada por la Iglesia. Esta oración es, en
cierto sentido, la palabra fundamental del amor hacia el hombre, nuestro
prójimo, puesto que mediante ella lo volvemos a encontrar en Dios mismo que,
como única fuente del amor en el Espíritu Santo, es al mismo tiempo la luz de
nuestros corazones y de nuestras conciencias. Ella es también la expresión
primera y más profunda de esa solicitud de la Iglesia, en la que deben
participar todos, y en particular sus Pastores.
En esta comunión de
oración y de común solicitud pastoral, imploro para vosotros, en la inminente
fiesta de Pentecostés, la abundancia de los dones del Divino Espíritu y os
saludo en el amor de Cristo con mi particular bendición apostólica.
Vaticano, 15 de mayo, fiesta de la Ascensión de Cristo de
1980, II año de mi pontificado.
IOANNES PAULUS PP. II
1 Comentarios
Técnicamente el viejo encubridor de pederastas y alcahueta de pinochet dijo: no me bajo de mi burro donde yo soy el que manda. Que bueno que ya arde en el infierno.
ResponderEliminarComentarios de Nuestros Visitantes
Agradecemos sus comentarios, siempre en favor de nuestra Fe Cristiana Católica y de manera positiva. Si considera válido su comentario para ser publicado, se agradece no usar una cuenta anónima o desconocida.