El
obispo de San Cristóbal dio a conocer una reflexión con motivo de la clausura
del Jubileo de la Misericordia convocado por el Papa Francisco y que cierra
este 20 de noviembre
Una
hermosa iniciativa del Papa Francisco nos ha permitido tomar conciencia de
nuestra vocación a ser misericordiosos como Papa Dios. El Año Santo de la Misericordia ha
permitido que muchos sientan esa misericordia a través del testimonio de los
creyentes. No ha faltado quien la haya descubierto y conocido. No deja de haber
algún despistado que no le prestó atención a la convocatoria del Santo Padre.
En líneas generales los frutos actuales y futuros se dejarán sentir por mucho
tiempo.
El
día de Cristo Rey culmina y se cierra este tiempo jubilar de gracia. Más de uno
ha preguntado si ya no hay que practicar la misericordia o se ha acabado la
misma. Quien se hace esta interrogante no entendió el auténtico significado del
año jubilar. Fueron semanas para una intensa reflexión, oración y vivencia para
asumir con más dedicación la misericordia en nuestras propias vidas y en
nuestras comunidades. El que se culmine el día de Cristo Rey tiene que ver con
esto: es El quien nos sigue invitando a ser misericordiosos como su Padre;
más aún, al invitarnos a ser felices nos pide ser capaces de dar misericordia
para poder recibirla.
Es
interesante comprobar como es Cristo el centro de nuestras existencias. Él es
la Palabra revelada que nos da a conocer el designio amoroso de Dios Padre. El
cumple su Voluntad de salvación y nos envía a anunciarla con la proclamación de
su Evangelio. Es la luz que destruye toda oscuridad y muestra su amor de Pastor
Bueno capaz de dar la vida por sus ovejas.
Celebrar
la fiesta de Cristo Rey no debe limitarse a conmemorar el final del año
litúrgico. Va mucho más allá. Es retomar
el misterio de la encarnación y de la redención, es insistir en la centralidad
de su Pascua. Al proclamarlo REY no se le pretende dar una condición política o
meramente humana. Es proclamar que es el principio y el fin y el mismo ayer,
hoy y siempre.
En
la carta a los Colosenses se nos presenta una de las consecuencias de la acción
redentora de Cristo y de su misericordia: “Porque en Él quiso Dios que
residiera toda la plenitud. Y por Él quiso reconciliar consigo todos los seres:
los del cielo y los de la tierra, haciendo la paz por la sangre de su cruz”.
Por
eso mismo nunca se acabará la misericordia. Y nosotros discípulos de Jesús
somos testigos de ello. No hay que esperar para más tarde. Siempre
es el tiempo de la misericordia. Jesús, en el trono de su Cruz, así lo
deja ver. No le da una esperanza incierta al buen ladrón. Es más que preciso: “hoy
estarás conmigo en el Paraíso”.
Toda obra de misericordia que viene de Dios
apunta a ello y nos habla del encuentro definitivo con Dios.
A nosotros nos
toca contagiar a todos de una esperanza de salvación al realizar la
misericordia con cada uno de nuestros semejantes. Es lo que nos enseña Jesús.
Es lo que nos señala quien es Rey eterno y misericordioso.
Mario Moronta R. Obispo de San
Cristóbal.
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