«Jesús libera del miedo a la muerte a quien lo tiene, no al que no lo tiene e ignora alegremente que debe morir. Vino a enseñar el miedo a la muerte eterna a aquellos que sólo conocían el miedo a la muerte temporal. ¡Ay de los que mueran en pecados mortales! «El aguijón de la muerte es el pecado», dice el Apóstol (1 Cor 15,56). Lo que da a la muerte su poder más temible para angustiar al hombre y atemorizarle es el pecado. Si uno vive en pecado mortal, para él la muerte todavía tiene el aguijón, el veneno, como antes de Cristo, y por eso hiere, mata y envía a la Gehena. No temáis —diría Jesús— a la muerte que mata el cuerpo y luego no puede hacer nada más. Temed a esa muerte que, después de haber matado el cuerpo, tiene el poder de arrojar a la Gehena (cf. Lc 12,4-5). ¡Quita el pecado y has quitado también a tu muerte su aguijón!».
Vídeo completo en italiano de la 1ª predicación de Adviento del Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.
«Al instituir la Eucaristía, Jesús anticipó su propia muerte. Nosotros podemos hacer lo mismo. De hecho, Jesús inventó este medio de hacernos partícipes de su muerte, para unirnos a él. En ella celebramos también nuestra muerte y la ofrecemos, día a día, al Padre. En la Eucaristía podemos elevar al Padre nuestro «amén, sí», a lo que nos espera, al tipo de muerte que quiera permitir para nosotros. En ella «hacemos testamento»: decidimos a quién dejar la vida, por quién morir. Nacimos, es verdad, para morir; la muerte no es sólo el final, sino también el fin de la vida. Esto, sin embargo, lejos de parecer una condena parece en cambio un privilegio. «Cristo mismo —dice san Gregorio de Nisa— nació para morir» , es decir, para poder dar la vida en rescate por todos. Nosotros también hemos recibido la vida como don para tener algo único, precioso, digno de Dios, que poder, por nuestra parte, ofrecerle como don y sacrificio. ¿Qué utilización más hermosa se puede pensar de la vida, que para darla, por amor, al Creador que nos la dio por amor?»
Camino Católico.- Aunque el Padre Raniero Cantalamessa de 86 años ejerce desde 1980 como predicador de la Casa Pontificia, este año su primera predicación de Adviento, este viernes 4 de diciembre de 2020, tenía algo especial: la hacía como cardenal, tras recibir el capelo de manos del Papa en el consistorio del pasado sábado. Y con una peculiaridad más: Francisco y los demás prelados de la Familia Pontificia, miembros de la Capilla Pontificia y empleados de la Curia Romana y el Vicariato de Roma escucharon sus palabras en el Aula Pablo VI, que por su tamaño permite mantener una distancia social que en la tradicional Capilla Redemptoris Mater habría sido imposible.
“Enséñanos a contar nuestros días y llegaremos a la sabiduría del corazón” es el título de este primera predicación de Adviento, en la que el Cardenal Cantalamessa explicó que la perspectiva que otorga la pandemia, indiscutible protagonista del año, le llevaba a plantear sus consideraciones en torno a la condición mortal del hombre, en la primera meditación. Y en las dos siguientes, en sendos viernes próximos, en torno a la vida eterna y al acompañamiento de Dios en el recorrido hasta la muerte, la cual, como reiteró varias veces, no es solamente «el final» de la vida, sino también «el fin» de la vida, su finalidad.
Raniero Cantalamessa ha predicado sobre tres verdades eternas: primera, “que todos somos mortales y no tenemos una morada estable aquí abajo”; segunda, “la vida del creyente no termina con la muerte, porque nos espera la vida eterna” y, tercera, “no estamos solos a merced de las olas en el pequeño barco de nuestro planeta” porque Jesús está con nosotros.
Cantalamessa evidenció la realidad humana de la que la muerte es parte: “Memento mori”: recuerda que morirás y puntualizó que se puede hablar de la muerte de dos maneras diferentes: en clave kerigmática o en clave sapiencial. La primera consiste en proclamar que Cristo ha vencido a la muerte. La segunda, la forma sapiencial, consiste en “reflexionar sobre la realidad de la muerte tal como se presenta a la experiencia humana, con el fin de sacar lecciones de ella para vivir bien. Es la perspectiva en la que nos situamos en esta meditación”.
Ante un mundo que enfatizó los avances tecnológicos y las conquistas de la ciencia, Cantalamessa afirma: “La presente calamidad ha venido a recordarnos lo poco que depende del hombre «proyectar» y decidir su propio futuro”, por eso, continúa: “No hay mejor lugar para colocarse para ver el mundo, a uno mismo y todos los acontecimientos, en su verdad que el de la muerte. Entonces todo se pone en su justo lugar”.
Cantalamessa subraya que la muerte nos enseña la importancia de reconciliarnos con nosotros mismos y con los prójimos. Pero también es importante en el campo de la evangelización. “El pensamiento de la muerte es casi la única arma que nos queda para sacudir del letargo a una sociedad opulenta, a la que le ha sucedido lo que le ocurrió al pueblo elegido liberado de Egipto: «Comió y se sació, —sí, engordó, se cebó, engulló— y rechazó al Dios que lo había hecho» (Dt 32,15)”.
Esta es la tarea asignada a los profetas, recordarle al pueblo la solución al dilema: “La cuestión sobre el sentido de la vida y de la muerte desempeñó un papel notable en la primera evangelización de Europa y no se excluye que pueda desempeñar uno análogo en el esfuerzo actual por su re-evangelización”.
“Jesús libera del miedo a la muerte a quien lo tiene, no al que no lo tiene e ignora alegremente que debe morir. Vino a enseñar el miedo a la muerte eterna a aquellos que sólo conocían el miedo a la muerte temporal”, afirma Cantalamessa. “La «muerte segunda», la llama el Apocalipsis (Ap 20,6). Es la única que realmente merece el nombre de muerte, porque no es un tránsito, una Pascua, sino una terrible terminal de trayecto”.
Raniero Cantalamessa continúa su prédica afirmando: “Lo que da a la muerte su poder más temible para angustiar al hombre y atemorizarle es el pecado. Si uno vive en pecado mortal, para él la muerte todavía tiene el aguijón, el veneno, como antes de Cristo, y por eso hiere, mata y envía a la Gehena. No temáis —diría Jesús— a la muerte que mata el cuerpo y luego no puede hacer nada más. Temed a esa muerte que, después de haber matado el cuerpo, tiene el poder de arrojar a la Gehena (cf. Lc 12,4-5). ¡Quita el pecado y has quitado también a tu muerte su aguijón!”
El Predicador recuerda que en la eucaristía Jesús nos hizo partícipes de su muerte para unirnos a él. Por eso: “Participar en la Eucaristía es la forma más verdadera, más justa y más eficaz de «prepararnos» a la muerte. En ella celebramos también nuestra muerte y la ofrecemos, día a día, al Padre (…) En ella «hacemos testamento»: decidimos a quién dejar la vida, por quién morir”.
El texto completo de esta primera predicación de Adviento del padre Cantalamessa al Papa y la curia es el siguiente:
Primera predicación de Adviento, 4 de diciembre de 2020
Enséñanos a contar nuestros días y llegaremos a la sabiduría del corazón (Salmo 90, 12)
Cardenal Raniero Cantalamessa, OFM Cap.
Santo Padre, venerables padres, queridos hermanos y hermanas:
Uno de nuestros poetas italianos, Giuseppe Ungaretti, describe el estado de ánimo de los soldados en las trincheras durante la Primera Guerra Mundial en una poesía compuesta de apenas ocho palabras:
En estos tiempos toda la humanidad experimenta este sentido de precariedad y caduquez debido a la pandemia. «El Señor —escribió san Gregorio Magno— a veces nos instruye con palabras, a veces, en cambio, con los hechos».
En el año marcado por el gran y terrible «hecho» del coronavirus, nos esforzamos por reunir la enseñanza que cada uno de nosotros puede extraer de él para nuestra vida personal y espiritual. Son reflexiones que podemos hacer solo nosotros los creyentes y que tal vez sería imprudente en este momento proponer a todos indiscriminadamente para no aumentar las perplejidades que la pandemia crea en algunos respecto de la fe.
Las verdades eternas sobre las que queremos reflexionar son: primero, que todos somos mortales y «no tenemos una morada estable aquí abajo»; en segundo lugar, que la vida del creyente no termina con la muerte porque nos espera la vida eterna; tercero, que no estamos solos y a merced de las olas en el pequeño barco de nuestro planeta porque la «Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros». La primera de estas verdades es objeto de experiencia, las otras dos son objeto de fe y esperanza.
«Memento mori!»
Comencemos meditando hoy sobre la primera de estas «máximas eternas»: la muerte. Está resumida en el antiguo lema que los monjes trapenses eligieron como lema de su Orden «Memento mori»: recuerda que morirás.
La tradición de la Iglesia ha hecho suya esta enseñanza. Los Padres del desierto cultivaron el pensamiento de la muerte, hasta que lo convirtieron en una práctica constante y lo tuvieron vivo con todos los medios. Uno de ellos, que trabajaba para hilar la lana, había tomado la costumbre de dejar caer al suelo el huso de vez en cuando y «poner la muerte ante de sus ojos antes de recogerlo de nuevo» . «Por la mañana —exhorta a la Imitación de Cristo—, ten en cuenta que no vas a llegar a la noche. Cuando caiga la noche no te atrevas a prometerte que te levantará por la mañana» (I, 23). San Alfonso María de Ligorio escribió un tratado titulado Preparación para la muerte que ha sido durante siglos un clásico de la espiritualidad católica. Muchos santos, a partir del siglo XVI, son representados meditando frente a un cráneo.
Este modo de concebir la existencia ignora por completo el hecho de la muerte y, por lo tanto, es refutado por la realidad misma de la existencia que se quiere afirmar. ¿Qué puede proyectar el hombre, si no sabe, ni depende de él, si mañana seguirá todavía vivo? Su intento se parece al de un recluso que pasa todo su tiempo proyectando la mejor ruta a seguir para pasar de una pared de su celda a la otra.
Más creíble, en este punto, es el pensamiento de otro filósofo, Martin Heidegger, que también parte de premisas análogas y se mueve en el mismo cauce del existencialismo. Al definir al hombre como «un-ser-para-la-muerte» , hace de la muerte no un accidente que acaba con la vida, sino la esencia misma de la vida, aquello de lo que está hecha. Vivir es morir. El hombre no puede vivir sin quemar y acortar la vida. Cada minuto que pasa es quitado de la vida y entregado a la muerte, como, al conducir en coche por una carretera, vemos casas y árboles que desaparecen rápidamente detrás de nosotros. Vivir para la muerte significa que la muerte no es solo el final, sino también el fin de la vida. Se nace para morir, no para otra cosa.
En la escuela de la «hermana muerte»
En la oleada del avance de la tecnología y de las conquistas de la ciencia, corremos el riesgo de ser como ese hombre de la parábola que se dice a sí mismo: «Alma mía, tienes muchos bienes a tu disposición, para muchos años; ¡descansa, come, bebe y diviértete! (Lc 12,19). La presente calamidad ha venido a recordarnos lo poco que depende del hombre «proyectar» y decidir su propio futuro.
La consideración sapiencial de la muerte conserva, después de Cristo, la misma función que tiene la ley después de la venida de la gracia. También ella sirve para preservar el amor y la gracia. La ley —está escrito— fue dada para los pecadores (cf. 1 Tim 1,9) y nosotros todavía somos pecadores, es decir, sujetos a la seducción del mundo y de las cosas visibles, siempre tentados de «conformarnos a este mundo» (Cf. Rom 12,2). No hay mejor lugar para colocarse para ver el mundo, a uno mismo y todos los acontecimientos, en su verdad que el de la muerte. Entonces todo se pone en su justo lugar.
El mundo aparece a menudo como una maraña inextricable de injusticia y desorden, hasta el punto de que todo parece suceder al azar y sin haber coherencia o plan alguno. Una especie de pintura sin forma, en la que todos los elementos y colores parecen colocados al azar, como en ciertas pinturas modernas. A menudo se ve que triunfa la iniquidad y la inocencia es castigada. Pero, para que no se crea que en el mundo hay algo fijo y constante, he aquí —Bossuet señaló— que a veces se ve lo contrario, es decir, ¡la inocencia en el trono y la iniquidad en el patíbulo!
¿Hay algún punto desde el cual observar este inmenso cuadro y descifrar su significado? Sí, es el «fin», es decir, la muerte, a la que sigue inmediatamente el juicio de Dios (cf. Heb 9,27). Visto desde aquí, todo adquiere su justo valor. La muerte es el fin de todas las diferencias e injusticias que existen entre los hombres. La muerte, dijo nuestro actor cómico Totò, es como el nivel de los albañiles: anula todas las diferencias y los privilegios.
Mirar la vida desde el punto de vista de la muerte, otorga una ayuda extraordinaria para vivir bien. ¿Estás angustiado por problemas y dificultades? Adelántate, colócate en el punto correcto: mira estas cosas desde el lecho de muerte. ¿Cómo te gustaría haber actuado? ¿Qué importancia darías a estas cosas? ¡Hazlo así y te salvarás! ¿Tienes una discrepancia con alguien? Mira la cosa desde el lecho de muerte. ¿Qué te gustaría haber hecho entonces: haber ganado o haberte humillado? ¿Haber prevalecido o haber perdonado?
El pensamiento de la muerte nos impide apegarnos a las cosas, fijar aquí abajo la morada del corazón, olvidando que «no tenemos una morada estable aquí abajo» (Heb 13,14). El hombre, dice un salmo, «cuando muere no se lleva nada consigo, ni desciende con él su gloria» (Sal 49,18). En la antigüedad, se acostumbraba enterrar a los reyes con sus joyas. Esto alentaba, naturalmente, la práctica de violar tumbas para llevarse de ellas sus tesoros. Se han encontrado tumbas de este tipo, en las que, para mantener alejados a los profanadores, se ponía una inscripción en la parte superior del sarcófago: «Aquí estoy yo solo». ¡Qué cierta era esa inscripción, incluso si, de hecho, la tumba ocultaba joyas! El ser humano «cuando muere no se lleva nada consigo».
La hermana muerte es una muy buena hermana mayor y una buena pedagoga. Nos enseña muchas cosas; basta que sepamos escucharla con docilidad. La Iglesia no tiene miedo de enviarnos a la escuela con ella. En la liturgia del Miércoles de Ceniza, hay una antífona de tonos fuertes, que suena aún más fuerte en el texto original latino. Dice: «Emendemus in melius quae ignoranter peccavimus; ne subito praeoccupati die mortis, quaeramus spatium poenitentiae, et invenire non possimus»: «Enmendémonos del mal que hemos hecho por ignorancia. No suceda que alcanzados de repente por la hora de la muerte, busquemos un espacio para hacer penitencia y ya no podamos encontrarlo». Un día, una hora sola, una buena confesión: ¡qué diferentes nos parecerían estas cosas en ese momento! ¡Cómo las preferiríamos a cetros y reinos, a una larga vida, a riqueza y a salud!
Pienso en otro ámbito en el que necesitamos urgentemente a la hermana muerte como maestra, más allá del campo ascético: la evangelización. El pensamiento de la muerte es casi la única arma que nos queda para sacudir del letargo a una sociedad opulenta, a la que le ha sucedido lo que le ocurrió al pueblo elegido liberado de Egipto: «Comió y se sació, —sí, engordó, se cebó, engulló— y rechazó al Dios que lo había hecho» (Dt 32,15).
En un momento delicado de la historia del pueblo elegido, Dios dijo al profeta Isaías: «¡Grita!». El profeta respondió: «¿Qué debo gritar?» y Dios: Que «todo hombre es como la hierba y toda su gloria es como el heno del campo. Se seca la hierba, la flor se marchita, cuando el aliento del Señor sopla sobre ellos» (Is 40,6-7). Creo que Dios hoy da esta misma orden a sus profetas y lo hace porque ama a sus hijos y no quiere que «como ovejas se encaminen a los infiernos y que su pastor sea la muerte» (Cf. Sal 49,15).
La cuestión sobre el sentido de la vida y de la muerte desempeñó un papel notable en la primera evangelización de Europa y no se excluye que pueda desempeñar uno análogo en el esfuerzo actual por su re-evangelización. Si hay algo que no ha cambiado en nada desde entonces, es precisamente esto: que los hombres deben morir. Beda el Venerable relata cómo el cristianismo entró en el norte de Inglaterra, superando las resistencias del paganismo. El rey convocó a la gran asamblea de su reino para decidir la cuestión de si dejar o no entrar a los misioneros cristianos. Hubo opiniones contradictorias, cuando uno de los dignatarios se puso de pie e hizo, en esencia, este discurso:
«Alabado seas Señor, por la hermana muerte corporal»
Pero, ¿cómo —se dirá— renovamos el temor a la muerte? ¿No vino Jesús acaso a liberar a cuantos, por miedo a la muerte, pasaban la vida entera como esclavos»? (Heb 2,15). Sí, pero hay que haber conocido este miedo para ser liberado de él. Jesús libera del miedo a la muerte a quien lo tiene, no al que no lo tiene e ignora alegremente que debe morir. Vino a enseñar el miedo a la muerte eterna a aquellos que sólo conocían el miedo a la muerte temporal.
La «muerte segunda», la llama el Apocalipsis (Ap 20,6). Es la única que realmente merece el nombre de muerte, porque no es un tránsito, una Pascua, sino una terrible terminal de trayecto. Para salvar a los hombres de esta desgracia debemos volver a predicar sobre la muerte. Nadie más que Francisco de Asís conoció el nuevo rostro, pascual, de la muerte cristiana. Su muerte fue verdaderamente un tránsito pascual, un «transitus», como se celebra en la liturgia franciscana. Cuando se sintió cerca del final, el Poverello exclamó: «¡Bienvenida, muerte, hermana mía!». Sin embargo, en su Cántico de criaturas, junto con palabras muy dulces sobre la muerte, tiene algunas de las más terribles:
¡Ay de los que mueran en pecados mortales! «El aguijón de la muerte es el pecado», dice el Apóstol (1 Cor 15,56). Lo que da a la muerte su poder más temible para angustiar al hombre y atemorizarle es el pecado. Si uno vive en pecado mortal, para él la muerte todavía tiene el aguijón, el veneno, como antes de Cristo, y por eso hiere, mata y envía a la Gehena. No temáis —diría Jesús— a la muerte que mata el cuerpo y luego no puede hacer nada más. Temed a esa muerte que, después de haber matado el cuerpo, tiene el poder de arrojar a la Gehena (cf. Lc 12,4-5). ¡Quita el pecado y has quitado también a tu muerte su aguijón!
Al instituir la Eucaristía, Jesús anticipó su propia muerte. Nosotros podemos hacer lo mismo. De hecho, Jesús inventó este medio de hacernos partícipes de su muerte, para unirnos a él. Participar en la Eucaristía es la forma más verdadera, más justa y más eficaz de «prepararnos» a la muerte. En ella celebramos también nuestra muerte y la ofrecemos, día a día, al Padre. En la Eucaristía podemos elevar al Padre nuestro «amén, sí», a lo que nos espera, al tipo de muerte que quiera permitir para nosotros. En ella «hacemos testamento»: decidimos a quién dejar la vida, por quién morir.
Nacimos, es verdad, para morir; la muerte no es sólo el final, sino también el fin de la vida. Esto, sin embargo, lejos de parecer una condena, como decía el filósofo recordado antes, parece en cambio un privilegio. «Cristo mismo —dice san Gregorio de Nisa— nació para morir», es decir, para poder dar la vida en rescate por todos. Nosotros también hemos recibido la vida como don para tener algo único, precioso, digno de Dios, que poder, por nuestra parte, ofrecerle como don y sacrificio. ¿Qué utilización más hermosa se puede pensar de la vida, que para darla, por amor, al Creador que nos la dio por amor? Parafraseando las palabras pronunciadas por el sacerdote en el ofertorio de la Misa, sobre el pan y el vino podemos decir: «De tu bondad hemos recibido esta vida nuestra; te la presentamos para que se convierta en un sacrificio vivo, santo, agradable a ti» (cf. Rom 12,1).
Con todo esto, no le hemos quitado el aguijón al pensamiento de la muerte, su capacidad de angustiarnos y que Jesús también quiso experimentar en Getsemaní. Sin embargo, estamos al menos más preparados para acoger el mensaje consolador que nos llega de la fe y que la liturgia proclama en el prefacio de la Misa de difuntos:
Hablaremos de esta mansión eterna en los cielos, si Dios quiere, en la próxima meditación.
Cardenal Raniero Cantalamessa OFM Cap.
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©Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco
1.Homilías sobre el Evangelio, 17.
2.Apotegmas del ms. Coislin, 126, n. 58.
3.Cf. M. HEIDEGGER, Essere e Tempo, § 51 (Longanesi, Milán 1976) 308s [trad. esp. Ser y tiempo (Fondo de Cultura Económica, México 2002 )].
4.Ib. II, c. 2, § 58, p. 346.
5.Cf. SAN AGUSTÍN, Sermo Guelf. 12, 3: Miscelánea Agustina, I, 482s.
6.Purgatorio, XXXIII, 54.
7.BEDA EL VENERABLE, Historia eclesiástica, II, 13 [trad. esp. Historia eclesiástica del pueblo de los anglos (Akal, Madrid 2013)].
8.CELANO, Vida Segunda 163, 217: Fonti Francescane, 808-809.
9.SAN GREGORIO DE NISA, Or. Cat., 32: PG 45, 80.
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