Cuaresma: cuarenta días de lucha espiritual

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La imposición de la ceniza se ha realizado una vez más en el seno de la Iglesia Católica en todo el mundo, dando inicio a la Cuaresma o cuarenta días de reflexión, penitencia y conversión de la feligresía; sin embargo, esta vez, el Papa ha dado a conocer un mensaje donde la palabra “justicia” llena todo el contenido, elevando su fuerte voz en favor del pobre, pero diciendo con profunda convicción que, “además del pan y más que el pan, necesita a Dios”

Ramón Antonio Pérez

Guarenas, 17 de febrero de 2010.- El Papa Benedicto XVI, como le ha sido característico desde que asumió el Primado de Roma, ha tenido una realidad muy dura para construir sus mensajes; no obstante, su coherencia y fortaleza dejan entrever claros requerimientos para la feligresía católica. Pudiera decirse que aunque el Papa toca el tema de la Justicia en términos materiales, en el contenido de su mensaje cuaresmal; también pudiera haber hablado a la “Justicia”, en su rol de instancia de aplicación correcta de las leyes como componente de la sociedad para beneficiar a las personas.

Contexto de fe y mundo
La realidad en la que se ha dado a conocer su mensaje para esta Cuaresma 2010 no ha sido el más tranquilo. Veamos por qué: en primer lugar, y por más noticioso, la visita “ad Limina” de los Obispos Irlandeses ha sido aprovechada por los analistas y actuantes anticatólicos para continuar con sus descargas contra la Iglesia, el sacerdocio en general, el celibato, el Papa y la misma Curia de Roma, aduciendo componendas en contra del Santo Padre.
La intención ha sido acelerar aquella sed de venganza debido a los errores cometidos por “curas pederastas de Irlanda”, echando de menos los llamados de atención y apertura a solucionar el problema por parte de Benedicto XVI, cuyas palabras, hay que reconocer, han sido muy duras en contra de los “curas pedófilos”.
Pero ahí no se queda el camino de cenizas que debe transitar Benedicto XVI junto a las ovejas del rebaño católico, hasta la venidera Pascua. En Europa, cual ola de modernidad, la “justicia” enarbolada por supuestos imparciales, ha sacado las imágenes del Crucificado de escuelas e instituciones públicas, so pretexto de que “todos tienen derechos a su religión” o al “laicismo”; aunque la verdadera intención es sacar Jesucristo del corazón del hombre.
Así también, nuevas leyes permiten casamientos entre personas de un mismo sexo, algo considerado anti natural por la Iglesia y condenado por la Palabra de Dios. Pero además, de manera abominable muchos jueces y legisladores facilitan el aborto de inocentes criaturas, en un ataque frontal contra la vida, y que ellos en el fondo creen es contra la Iglesia. Esto sin contar las guerras y el hambre que azotan a pueblos enteros; incluidos mandatarios que esclavizan y someten a sus compatriotas en los cuatro puntos cardinales del globo terráqueo.

¿Apacienta mis ovejas?
En fin, un momento de reflexión y de intenso trabajo para el Santo Padre, a quien le toca conducir las “Ovejas del Señor” hacia lugares más coherentes con la fe cristiana. Quizás, recordando aquellas palabras de Jesucristo a Pedro al que le exigió “apacienta a mis ovejas”, tal vez, imbuido en esta realidad mundana que todo lo “relativiza”, en sus acostumbrada Catequesis del Miércoles, la voz del Papa lanzó una abierta invitación: “recorrer el tiempo de Cuaresma como una inmersión más consciente y más intensa en el misterio pascual de Jesús, en su muerte y resurrección, mediante la participación en la Eucaristía y en la vida de caridad, que nace de la Eucaristía y en la que halla su cumplimiento”.

Cambiar de dirección
La voz del Papa nuevamente ha tronado para asentar aquellos espíritus débiles en la fe. "Iniciamos hoy, Miércoles de Ceniza, el camino cuaresmal, que dura cuarenta días y que nos conduce a la alegría de la Pascua del Señor".
En tal sentido, recordando la fórmula "Convertíos y creed en el Evangelio", afirmó que "convertirse significa cambiar dirección en el camino de la vida. (...) Es ir contracorriente, donde la "corriente" es el estilo de vida superficial, incoherente e ilusoria, que a menudo nos arrastra, nos domina y nos hace esclavos del mal o prisioneros de la mediocridad moral.
Sin embargo, con la conversión se tiende a la medida más alta de la vida cristiana, se confía en el Evangelio vivo y personal, que es Jesucristo. Su persona es la meta final y el sentido profundo de la conversión, es el camino por el que todos estamos llamados a caminar en la vida, dejándonos iluminar por su luz y sostener por su fuerza que mueve nuestros pasos".

A continuación el mensaje de Benedicto XVI con ocasión de la Cuaresma 2010:
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"La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo"

Por: Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas, cada año, con ocasión de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a una sincera revisión de nuestra vida a la luz de las enseñanzas evangélicas. Este año quiero proponeros algunas reflexiones sobre el vasto tema de la justicia, partiendo de la afirmación paulina: "La justicia de Dios se ha manifestado por la fe en Jesucristo" (cf. Rm 3,21-22).

Justicia: “dare cuique suum”
Me detengo, en primer lugar, en el significado de la palabra “justicia”, que en el lenguaje común implica “dare cuique suum”, dar a cada uno lo suyo, según la famosa expresión de Ulpiano, un jurista romano del siglo III. Sin embargo, esta clásica definición no aclara en realidad en qué consiste “lo suyo” que hay que asegurar a cada uno. Aquello de lo que el hombre tiene más necesidad no se le puede garantizar por ley. Para gozar de una existencia en plenitud, necesita algo más íntimo que se le puede conceder sólo gratuitamente: podríamos decir que el hombre vive del amor que sólo Dios, que lo ha creado a su imagen y semejanza, puede comunicarle. Los bienes materiales ciertamente son útiles y necesarios (es más, Jesús mismo se preocupó de curar a los enfermos, de dar de comer a la multitud que lo seguía y sin duda condena la indiferencia que también hoy provoca la muerte de centenares de millones de seres humanos por falta de alimentos, de agua y de medicinas), pero la justicia “distributiva” no proporciona al ser humano todo “lo suyo” que le corresponde. Este, además del pan y más que el pan, necesita a Dios. Observa san Agustín: si “la justicia es la virtud que distribuye a cada uno lo suyo... no es justicia humana la que aparta al hombre del verdadero Dios” (De Civitate Dei, XIX, 21).

¿De dónde viene la injusticia?
El evangelista Marcos refiere las siguientes palabras de Jesús, que se sitúan en el debate de aquel tiempo sobre lo que es puro y lo que es impuro: “Nada hay fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminarle; sino lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre... Lo que sale del hombre, eso es lo que contamina al hombre. Porque de dentro, del corazón de los hombres, salen las intenciones malas” (Mc 7,15. 20-21). Más allá de la cuestión inmediata relativa a los alimentos, podemos ver en la reacción de los fariseos una tentación permanente del hombre: la de identificar el origen del mal en una causa exterior. Muchas de las ideologías modernas tienen, si nos fijamos bien, este presupuesto: dado que la injusticia viene “de fuera”, para que reine la justicia es suficiente con eliminar las causas exteriores que impiden su puesta en práctica. Esta manera de pensar – advierte Jesús – es ingenua y miope. La injusticia, fruto del mal, no tiene raíces exclusivamente externas; tiene su origen en el corazón humano, donde se encuentra el germen de una misteriosa convivencia con el mal. Lo reconoce amargamente el salmista: “Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre” (Sal 51,7). Sí, el hombre es frágil a causa de un impulso profundo, que lo mortifica en la capacidad de entrar en comunión con el prójimo. Abierto por naturaleza al libre flujo del compartir, siente dentro de sí una extraña fuerza de gravedad que lo lleva a replegarse en sí mismo, a imponerse por encima de los demás y contra ellos: es el egoísmo, consecuencia de la culpa original. Adán y Eva, seducidos por la mentira de Satanás, aferrando el misterioso fruto en contra del mandamiento divino, sustituyeron la lógica del confiar en el Amor por la de la sospecha y la competición; la lógica del recibir, del esperar confiado los dones del Otro, por la lógica ansiosa del aferrar y del actuar por su cuenta (cf. Gn 3,1-6), experimentando como resultado un sentimiento de inquietud y de incertidumbre. ¿Cómo puede el hombre librarse de este impulso egoísta y abrirse al amor?

Justicia y "sedaqah"
En el corazón de la sabiduría de Israel encontramos un vínculo profundo entre la fe en el Dios que “levanta del polvo al desvalido” (Sal 113,7) y la justicia para con el prójimo. Lo expresa bien la misma palabra que en hebreo indica la virtud de la justicia: "sedaqah". En efecto, "sedaqah" significa, por una parte, aceptación plena de la voluntad del Dios de Israel; por otra, equidad con el prójimo (cf. Ex 20,12-17), en especial con el pobre, el forastero, el huérfano y la viuda (cf. Dt 10,18-19). Pero los dos significados están relacionados, porque dar al pobre, para el israelita, no es otra cosa que dar a Dios, que se ha apiadado de la miseria de su pueblo, lo que le debe. No es casualidad que el don de las tablas de la Ley a Moisés, en el monte Sinaí, suceda después del paso del Mar Rojo. Es decir, escuchar la Ley presupone la fe en el Dios que ha sido el primero en “escuchar el clamor” de su pueblo y “ha bajado para librarle de la mano de los egipcios” (cf. Ex 3,8). Dios está atento al grito del desdichado y como respuesta pide que se le escuche: pide justicia con el pobre (cf. Si 4,4-5.8-9), el forastero (cf. Ex 20,22), el esclavo (cf. Dt 15,12-18). Por lo tanto, para entrar en la justicia es necesario salir de esa ilusión de autosuficiencia, del profundo estado de cerrazón, que es el origen de nuestra injusticia. En otras palabras, es necesario un “éxodo” más profundo que el que Dios obró con Moisés, una liberación del corazón, que la palabra de la Ley, por sí sola, no tiene el poder de realizar. ¿Existe, pues, esperanza de justicia para el hombre?

Cristo, justicia de Dios
El anuncio cristiano responde positivamente a la sed de justicia del hombre, como afirma el Apóstol Pablo en la Carta a los Romanos: “Ahora, independientemente de la ley, la justicia de Dios se ha manifestado... por la fe en Jesucristo, para todos los que creen, pues no hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús, a quien exhibió Dios como instrumento de propiciación por su propia sangre, mediante la fe, para mostrar su justicia (Rm 3,21-25).
¿Cuál es, pues, la justicia de Cristo? Es, ante todo, la justicia que viene de la gracia, donde no es el hombre que repara, se cura a sí mismo y a los demás. El hecho de que la “propiciación” tenga lugar en la “sangre” de Jesús significa que no son los sacrificios del hombre los que le libran del peso de las culpas, sino el gesto del amor de Dios que se abre hasta el extremo, hasta aceptar en sí mismo la “maldición” que corresponde al hombre, a fin de transmitirle en cambio la “bendición” que corresponde a Dios (cf. Ga 3,13-14). Pero esto suscita en seguida una objeción: ¿qué justicia existe dónde el justo muere en lugar del culpable y el culpable recibe en cambio la bendición que corresponde al justo? Cada uno no recibe de este modo lo contrario de “lo suyo”? En realidad, aquí se manifiesta la justicia divina, profundamente distinta de la humana. Dios ha pagado por nosotros en su Hijo el precio del rescate, un precio verdaderamente exorbitante. Frente a la justicia de la Cruz, el hombre se puede rebelar, porque pone de manifiesto que el hombre no es un ser autárquico, sino que necesita de Otro para ser plenamente él mismo. Convertirse a Cristo, creer en el Evangelio, significa precisamente esto: salir de la ilusión de la autosuficiencia para descubrir y aceptar la propia indigencia, indigencia de los demás y de Dios, exigencia de su perdón y de su amistad.
Se entiende, entonces, como la fe no es un hecho natural, cómodo, obvio: hace falta humildad para aceptar tener necesidad de Otro que me libere de lo “mío”, para darme gratuitamente lo “suyo”. Esto sucede especialmente en los sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Gracias a la acción de Cristo, nosotros podemos entrar en la justicia “más grande”, que es la del amor (cf. Rm 13,8-10), la justicia de quien en cualquier caso se siente siempre más deudor que acreedor, porque ha recibido más de lo que podía esperar.
Precisamente por la fuerza de esta experiencia, el cristiano se ve impulsado a contribuir a la formación de sociedades justas, donde todos reciban lo necesario para vivir según su propia dignidad de hombres y donde la justicia sea vivificada por el amor.
Queridos hermanos y hermanas, la Cuaresma culmina en el Triduo Pascual, en el que este año volveremos a celebrar la justicia divina, que es plenitud de caridad, de don y de salvación. Que este tiempo penitencial sea para todos los cristianos un tiempo de auténtica conversión y de intenso conocimiento del misterio de Cristo, que vino para cumplir toda justicia. Con estos sentimientos, os imparto a todos de corazón la bendición apostólica.

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